Héctor Huerga | De ámbulos concéntricos
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De ámbulos concéntricos

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Don Plutarco Tapia nunca había poseído, sinceramente, una buena memoria. En el sentido de que don Plutarco, penosamente, olvidaba con frecuencia. Tampoco recuperaba todo lo que perdía. No estoy seguro de expresarme bien.

 

A la hora de explicar el fenómeno del olvido se han descubierto páginas escritas que diagnostican el olvido en una ligera falta de concentración o en un exceso de la misma. Este puede no ser el caso. La mayoría de las veces los descuidos de don Plutarco se producían por tener asumido el hecho de que nada quedaba en el tintero, de confiar en el instante donde todo marchaba según lo planeado, sin más preocupación que continuar el camino hasta la llegada del golpe. Zás. Una vez recibido, llegaba la duda.

 

La retina de don Plutarco se desprendía como un glaciar desde el año anterior y era frecuente que equivocara agua con lejía, los condimentos para la comida entre sí o el fútbol con el rugby. Una madrugada llamó a casa desde el estacionamiento donde trabajaba como acomodador de coches para preguntar por el resultado del clásico que enfrentaba en la pantalla al equipo de sus amores contra el de sus desamores. Al colgar el teléfono se volvió a dar cuenta que no podía seguir confiando en todo lo que salía en la televisión: uno de sus hijos le aclaró que, a esa hora, el único programa donde se veía verde era el mismo que él estaba viendo: un documental sobre los Masai Mara en su peregrinar por la estepa tanzana.

 

La falta de visión completa hacía pensar a don Plutarco que tal vez por ahí se derramaba una porción importante de su concentración y por lo tanto, un motivo por el que pensar en su lógica del olvido.

 

Antes de regresar a casa recogió de la mesa de trabajo el teléfono, los cigarros y la tarjeta de visita que le había obsequiado un cliente del estacionamiento del cual pensaba que lo hacía porque éste entendía que don Plutarco tendía a la desconcentración. En alguna ocasión los autos tenían mecanismos de encendido difíciles de asimilar y algunos clientes llenaban de mañas imposibles la cabeza de don Plutarco en pos de hacerle más fácil el trabajo. No siempre daba con la maña, y sí, se vio necesitado de comunicarse con más de un propietario para mover el auto de lugar.

 

Como bien saben, antes de entrar dejen salir. Así estaba escrito en el reverso de una postal carcomida y pegada a la puerta del baño de la casa de don Plutarco. Además del desprendimiento de retina en la casa cohabitaban la gula trasnochadora de su hijo Ernesto y el mundo paralelo de su otro hijo, Javier. Su esposa Ernestina había fallecido años atrás debido a un descuido doméstico.

 

De camino a casa don Plutarco encontró una panadería abierta. Miró el reloj insistente. Pensó que no debía retrasarse demasiado. Aun así se introdujo en el calor del lugar y automáticamente se acordó de que tenía ganas de ir al baño. Salió a la calle. Caminó hasta una esquina oscura y evacuó dejándose la cremallera abierta. Pasos más adelante atisbó el portal de su casa y al tomar la llave del bolsillo se dio cuenta que no había cerrado la bragueta del pantalón. La cerró y acto seguido abrió la puerta de la entrada. Subió los escalones que conducían al apartamento tratando de recordar qué había olvidado en el camino.

 

En el interior del apartamento su hijo Ernesto abrió la puerta del baño y con un gesto automático apagó y encendió la luz del salón. Levantó la mirada para comprobar que se acercaba a las dos y media de la mañana y pensó que su padre estaría al llegar. Antes de tomar el último trago a la cerveza caliente buscó el control remoto de la televisión. Comenzaba en ese momento un documental que ya había visto tres veces en la misma semana y quería cambiar de canal.

 

Fruto de la realidad cotidiana se abrió la puerta de la casa. Entró don Plutarco haciendo ruido con las llaves. Apagó y encendió la luz del pasillo. Imaginó que Ernesto estaría en el salón y apagó definitivamente la luz del pasillo. Antes de llegar al salón dobló a la derecha para entrar desde el pasillo a la cocina. Apagó y encendió la luz de la cocina. Sin hacer ruido puso cuatro rebanadas de pan junto a la tostadora y le vino a la mente el olvido: no había comprado pan. Enfiló al salón con la mantequilla, la mermelada y las cuatro tostadas.

 

-Hola papá, ya me estaba quedando dormido.

-Sí, ya parece que se te cierran los ojos. Toma, cómete unas tostadas.

-Gracias, viejo. Hoy han pasado en el siete la película que fuimos a ver el miércoles pasado al cine.

-¿La del fotógrafo que se suicida?

-Sí.

-Pero, ¿no habíamos ido al cine porque ya estabas harto de verla en la tele?

-Sí, pero después de verla en el cine como que cambia. No sé, me fijo más en otros detalles.

-Tal vez debieras aprovechar tu noctambulismo para leer un poco más. Las pelis acaban por dañarte la retina. Para muestra… yo mismo.

-Pos es que los libros me abren más los ojos. Si pretendo leer para quedarme dormido lo tengo muy claro, no pego ojo. Me clavo en la trama y después empato con el Javier.

Sonríen los dos.

 

Ernesto encuentra el control remoto y apaga el televisor. Don Plutarco se levanta, remoza unas migas de pan de su camisa y espera a Ernesto para desearle descanso junto al quicio de la puerta que delimita el salón del segundo pasillo que lleva a los tres cuartos. Se despiden antes de ir a la cama al tiempo que se abre la puerta del cuarto de Javier.

 

Sale Javier con los ojos cerrados y el paso firme. Tantea las paredes del pasillo que le conducen al salón. Arrastra los pies con el suelo haciendo un ligero ruido que se confunde con el reptar de una escoba. Su padre le espera y apaga y enciende la luz del salón. Sin rozar ningún mueble ni desplazar ninguna silla Javier consigue llegar a la mesa de la cocina. Busca con las manos el frío tarro de los chocolates. Abre la tapa y mete algunos bombones en su calzoncillo. Huele a quemado. Intuye que no puede acercarse demasiado a los fogones. No sabe qué podría pasar si lo hace pero a lo lejos cree escuchar los gritos desaforados de su mamá al tiempo que a lo lejos, también, cree oler a carne humana quemada. Tras sus pasos llega don Plutarco a la puerta de la cocina, antes recogió del suelo El pasado de Alan Pauls, unas cartas que asomaban de la zapatera que rellena el pasillo, restituyó el cable del teléfono y adherió en la puerta de la cocina otras postales con mensajes subliminales. Accedió a comprobar que tenía la tarjeta del cliente en el bolsillo pero ya la había perdido. Al ver el tarro de los chocolates abierto, don Plutarco recordó aquel día que discutía con Javier sobre quién se había comido los chocolates de su cumpleaños. Javier había apelado a su sonambulismo para exculparse.

 

-Javier, ya estoy en casa –susurró su padre desde la penumbra del pasillo.

 

Javier imaginó que había escuchado esas palabras y palpando la distancia entre la mesa y la silla de la cocina se levantó, giró sobre sus propios pasos y enfiló hacia el salón. Don Plutarco le siguió la estela revisando que no cayera nada a su paso. Don Plutarco había dejado de imaginar a sus hijos diferentes. El destino le había ofrecido convivir entre ámbulos concéntricos. Al llegar al salón sólo tuvo que volver a ubicar sus zapatos junto a la zapatera y ahora sí, apagó de un solo golpe la luz.

 

[De ámbulos concéntricos, publicado en la revista digital Narrativas, volumen 9, México]

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