Héctor Huerga | 7ª Bienal de Berlín, un plan alternativo de institución pública de arte.
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7ª Bienal de Berlín, un plan alternativo de institución pública de arte.

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¿Puede el arte contemporáneo cambiar el curso de la política actual?

 

Entre los meses de abril y junio de 2012 se llevó a cabo la séptima edición de la Bienal de Berlín. La pregunta que encabeza este texto fue la premisa con la que iniciaba este evento. La idea que los comisarios polacos Artur Żmijewski y su asociada Joanna Warsza habían tenido no era nueva. Nos sirve como ejemplo la participación del artista alemán Joseph Beuys dentro de la Documenta en Kassel, cuyo trabajo se concentró en un buró de organización para una democracia directa a través de la votación del pueblo en 1972. Por otro lado, en 1974, se suspendió la exposición de obras en la Bienal de Venecia debido a las protestas de jóvenes contra la dictadura de Pinochet en Chile. Aquí, en el estado español, cuando la política en los años setenta se puso a hablar de consenso, la cultura seguía hablando de ruptura. Tras la muerte de Franco hubo ateneos, ocupaciones, huelgas y grupos contraculturales. En este periodo, la gente no esperó a que le diseñaran la democracia, sino que hicieron democracia de modo continuo, transversal, suprapartidista y creativa. A esta multitud heterogénea se la llamó la hidra democrática. Por sus acciones fue posible que, en el corazón de la Transición, se rompiesen rutas hegemónicas entre lo político, lo social y lo cultural.

 

Entre estos ejemplos históricos y la pregunta que se habían hecho los comisarios de la Bienal de Berlín, había por medio un levantamiento popular en el mundo árabe, otro en el sur de Europa y el más mediático resultante de la ocupación de la Bolsa de Nueva York, también conocida como los movimientos de occupy.
 
 

La cultura en las plazas

 

A finales de 2011 los curadores de la 7ª Bienal de Berlín propusieron a las comisiones de Cultura de Madrid y Barcelona participar en una de las muestras de arte más importantes de Europa. En aquel año Artur Żmijewski colaboraba en una de las redes de arte, política y pensamiento más importantes de Europa del Este: la organización polaca Krytyka Politiczna (en castellano Crítica Política). Uno de sus colaboradores, en concreto, Igor Stokfiszewski, que había seguido in situ la acampada de la Puerta del Sol en Madrid, se puso en contacto con miembros de los grupos de trabajo internacional que se habían establecido en las plazas de Madrid y Barcelona. Hubo otras comisiones de trabajo internacional en Valencia, Santander y Sevilla, sin embargo, el vínculo que las dos grandes ciudades del estado español tenían entre sí y con el resto del mundo favorecía una toma de contacto de esta naturaleza.

 

A semejanza de la transversalidad que emergió en España en los años 70, a través de la mencionada hidra democrática, la organización en las plazas atravesaba a cada participante según sus motivaciones. En mi caso formé parte del grupo de trabajo internacional de Barcelona desde un principio, y de vez en cuando escapaba a las asambleas de la Comisión de Cultura. A nivel personal, aquellas asambleas de cultura dejaron una huella imborrable en mí, por un lado, yo venía de un proceso de autoestima muy reconfortante con la publicación unos meses atrás de mi primera novela. Imaginaros, el creador y su obra estaban en la calle, mi pensamiento buscaba ideas que engullir para mis siguientes proyectos y mi obra servía de carta de presentación. Sin embargo, la interacción en las asambleas de cultura me mostraron que una gran obra no lo es hasta que es perfilada por la gente, tal vez este fuese una de las interrogantes de Artur Żmijewski cuando decidió abrir la Bienal al despertar de la calle. Mi despertar fue ipsofacto: ver hablar sobre arte a un niño de 12 años con mayor coherencia que a un viejo poeta local me hizo entender las razones por las que, de alguna manera, el arte también debía ser rescatado, de su propia burbuja. Y de esta rica y extensa interacción entre pueblo y artista se crearon unas demandas mínimas para recuperar la cultura.

 

El modelo de cultura consensuado en la plaza de Catalunya durante dos meses se convirtió en un documento de principios y propuestas debatidas. Aunque siempre se dejó muy claro que sería un documento permanentemente abierto y en proceso. Las fallas en el mundo cultural que se detectaron en aquellas asambleas se pueden sintetizar en los ocho puntos de la declaración:

 

La política cultural no es la cultura.

Las instituciones públicas no hacen la cultura.

Las instituciones públicas gestionan los recursos públicos destinados a la cultura.

La cultura es un bien común y un proceso en constante transformación que refleja las dinámicas sociales, el resultado del cual no tiene que ser necesariamente una obra o un producto mercantil.

La cultura tiene que ser libre y plural, y las políticas culturales tienen que reflejar, fomentar y garantizar esta libertad y esta pluralidad.

La política cultural tiene que dotar de recursos las actividades de investigación, producción, exhibición, difusión y educación cultural, desde una óptica sostenible y en base a su valor social.

La política cultural no puede estar orientada a una mera consecución de beneficios económicos.

Hay que desarrollar modelos culturales a largo plazo, inclusivos, participativos, sostenibles y exploratorios.

 

Sobre estos ejes se desarrollaron propuestas en torno a una redefinición social de las políticas culturales, un nuevo modelo de gestión de los recursos públicos, un modelo de cultura libre, unas políticas culturales transparentes, dotar de recursos necesarios a la educación para una sensibilización cultural y, como vaso comunicador, se propone una redefinición política del espacio público (y en este apartado, aunque de carácter local, se dan algunas respuestas a la cuestión que encabeza esta ponencia, y en cierta manera, responde subjetivamente a la gran pregunta planteada por los comisarios de la Bienal de Berlín).

 

Se pide el fin de las políticas municipales de privatización del espacio público. Poner freno al favorecimiento por parte de la administración pública de aquellas manifestaciones en el espacio público vinculadas exclusivamente a iniciativas privadas y mercantiles. Se pide la derogación de la Ordenanza Municipal de Civismo de Barcelona y la re-escritura de los usos culturales del espacio público con objeto de fomentar prácticas culturales plurales e inclusivas, particularmente aquellas no tuteladas por las administraciones. Se hace hincapié en la necesaria modificación de la legislación sobre el diseño de los espacios públicos y mobiliarios urbanos para favorecer la recuperación social de los usos del espacio público. Por último, se pide la modificación de la gestión y del modelo de propiedad del espacio radio-eléctrico público. Apertura de canales de libre producción y acceso, tanto en televisión como en radio.

 

Los grupos de trabajo internacional de las plazas de Madrid y Barcelona comunicaron a sus redes la posibilidad de participar en la Séptima Bienal de Berlín. Entre los requisitos para participar se dejaba claro que se priorizaban los proyectos por criterios sociales. Esto quería decir de que autogestión debía ser un elemento a tener en cuenta así como la flexibilidad del espacio a compartir. La primera reacción de los colectivos y asociaciones invitadas a esta Bienal fue un poco tibia. No tuvo una gran recibimiento pero tampoco se opusieron a que hubiese participación de las plazas. Entre las reticencias más comunes estaba lo de participar en una institución pública del gobierno alemán, se puede llegar a entender si llevas meses formándote e informándote sobre cómo funciona la dictadura financiera en la Unión Europea. La resistencia en las plazas estaba aún presente en la memoria de la gente y de alguna manera la invitación se podía ver como un gesto naive. No puedo hablar por todos los que decidimos aceptar la invitación pero si hay algo que describe mi confirmación de asistencia a la Bienal fue la posibilidad que vi de cambiar algo desde dentro, como se suele decir: poner el dedo en la llaga. En esta ocasión a través de otro eje tan tocado por el sistema como es el arte, en palabras más precisas: me interesaba saber qué dirección seguía tomando el arte a través de la institución pública, y cómo se podría traducir o poner en práctica aquellos meses de sublevación en las plazas del estado español en un ambiente tan distinto, pero al mismo tiempo enriquecido, por los grupos locales e internacionales de resistencia que formarían parte de la Séptima edición de la Bienal.

 

Y esta incógnita, se iba a despejar.
 
 

El eterno eje centro-periferia

 

El uso de la Kuntswerke como sede para la bienal fue un gesto político en sí mismo. El edificio construido en 1926 fue sede del ministerio de trabajo durante el tercer Reich, en los años 60 se convirtió en la casa de la defensa de la memoria de los territorios germanos (tanto del bloque del Este como del occidental). En el interior del que fuera el Deutschlandhaus, se había incluido la decoración del propio edificio como parte del discurso de la bienal. Si bien el archivo permanecía cerrado, los visitantes a la Bienal podían apreciar los vitrales con los escudos de las distintas regiones alemanas de Ludwig Peter Kowalsi, así como una escultura en conmemoración a los exiliados del Tercer Reich realizada por Hermann Joachim Pagels. En el centro había un patio, y al fondo el edificio principal de la Bienal que estaba dividido en 3 plantas y un enorme sótano de una extensión equivalente al resto de las plantas pero con el añadido de un pequeño jardín en la parte posterior.

 

La idea inicial de los comisarios de la Bienal de Berlín era que el visitante se encontrase con el sótano tomado por las actividades que espontáneamente se dieron el año anterior en las plazas. Según dijo Żmijewski: «Un área que no vamos a comisariar, supervisar o evaluar.» Y en la conformación de este espacio autogestionado nos enfrascamos media Bienal.

 

El grupo de activistas remanentes de occupy Berlín había estado organizando el espacio cedido por la Bienal a través de asambleas locales. Estas asambleas se habían establecido como un ente rígido donde las decisiones iban a misa, en este caso, al espacio destinado a los movimientos emergentes de 2011. Hubo una serie de contactos de occupy Berlín hacia el exterior donde básicamente se informaba de las decisiones que se iban tomando. Entre esas decisiones se otorgó repartir el módico presupuesto y el diseño de lo que muchos periodistas llamarían después el zoo humano.

 

Permítanme pararme en este punto porque fue trascendente en la primera mitad de la Bienal. Es decir, a los que llegábamos del estado español nos pareció un tanto equívoca la idea de que una asamblea supusiera un fin en sí mismo, toca aclarar que para nosotros representaba una herramienta más, importante porque era donde confluían y se mejoraban las propuestas de los grupos de trabajo, pero en ningún caso podía convertirse en un real decreto. Si las declaraciones de mínimas demandas de las plazas ocupadas siempre cerraban con “un documento abierto y en proceso,” es claro que por un lado definían el carácter de apertura del movimiento, y por otro establecían aquello que previamente os he mencionado “una gran obra no lo es hasta que es perfilada por la gente.” Entonces me preguntaba ¿qué puede haber llevado a los movimientos surgidos tras occupy Wall Street entender que la asamblea es un fin? Tal vez la excesivamente superficial mediatización de una protesta que fue engullida por los medios de masas de una manera salvaje, o tal vez fuese que, tratando de tomar lo mejor que inspira una organización, habría un hilo de esperanza, por desgracia, filtrada por los lentes de quienes se oponían ¿Y si esa esperanza era que una asamblea donde una voz impregnaba al resto constituía una posibilidad de dar voz a los sin voz? Repito, como medio funciona adecuadamente, como fin considero que queda algo corto porque como he escrito las asambleas no dejan de ser una herramienta más, ni más, ni menos.

 

Al llegar a Berlín, me encontré con un espacio abierto al visitante que había sido distribuido con estructuras temporales para asambleas, proyecciones e instalaciones de arte. En unas habitaciones adyacentes se estaba terminando una cocina, un dormitorio para albergar a los activistas y un pequeño espacio para emisiones de radio, estas últimas estancias estaban cerradas a los visitantes de la Bienal. No había Internet y el presupuesto estaba prácticamente asignado.

 

Con este cuadro podréis imaginar por qué la mitad del tiempo de la Bienal se consumió en rediseñar un plan alternativo, otros simplemente pensaron en hackearlo, algunos otros desistieron de todo intento de reformular las decisiones que se habían tomado en las asambleas de Occupy Berlin. Durante un mes se trabajó en la reconfiguración del trabajo pre diseñado por los activistas locales, dicho sea de paso: no eran muchos y la convocatoria local había sido recibido con desidia por la gran mayoría de colectivos de Berlín por aquello de la supuesta contaminación institucional. En estas cuatro semanas analizamos las posibilidades de una nueva relación entre los activistas, los colectivos y la institución del estado. Organizamos diferentes reuniones y asambleas internas con una clara voluntad transformadora. Se escogían o planteaban temas, problemas y formas de hacer que conectaban con la perspectiva de responder con criterio y legitimidad pero sin caer en una pura experimentación, ya conocida, que sólo buscase mejorar la comunicación, la empatía o las sinergias entre el triángulo institución, activistas y sociedad.

 

Y en este punto conseguimos reunir a los activistas locales en una asamblea que sirvió de punto de inflexión para el resto de la Bienal. El tema del día era una única y clara pregunta: ¿Por qué estamos aquí? El debate se alargó durante horas, días. Para algunos, la importancia de estar presente en la Bienal fortalecía la idea de sobrevivir como organización. Se trataba de llegar a amplias capas de la población para cambiar las cosas. Para otros, sólo era posible la transformación social desde fuera de las instituciones. Estar dentro implicaba reforzar esas instituciones, legitimar su manera de hacer y de actuar, una manera de hacer y de actuar que según comentaban iba perdiendo capacidad de transformación real. En cualquier caso, es evidente que fuera de las instituciones, las contradicciones internas disminuyen, pero también es cierto que la capacidad de incidencia y de difusión de ideas y de mensajes puede reducirse significativamente. La interrogante también era saber si era posible trabajar en el cruce de estas distintas alternativas, presionando y tensando a la institución para incidir en la misma y lograr que modificara sustantivamente su manera de operar. Tras horas de intenso debate los activistas locales decidieron repensar el momento y volverse a encontrar en una segunda asamblea. Una semana después, el número de asistentes a la nueva asamblea bajó a menos de la mitad, y aquel proceso enterró al grupo local en sus propias contradicciones.
 
 

La desobediencia muestra el camino

 

Con aquel panorama de ingobernabilidad se inició una serie de acciones de desobediencia que lejos de ir encaminadas a replantear un orden interno, trataban de poner en cuestión el papel de la institución pública de arte frente a los activistas, frente a la sociedad, tensar la cuerda hasta ver dónde quedaba el compromiso de la institución.

 

El primer objetivo fueron los comisarios de la Bienal. Para ello, se intervino varias obras que estaban expuestas con nombre y apellido. En la entrada del edificio se colgó una bandera rojinegra, una instalación de un artista bielorruso fue sobreescrita con mensajes más radicales y apuntando al comienzo de una batalla contra los comisarios, aunque el acto de desobediencia más significativo, por su dimensión y posterior repercusión, pudo ser el enorme grafiti que dos miembros de la acampada de Barcelona hicieron sobre una de las obras más visibles para los visitantes: Rise Up en rojo granate sobre un fondo blanco, colgado de las ventanas de las oficinas de la dirección de la Bienal. Aquel día la directora, la secretaria, la tesorera y el grueso de trabajadores que pasaron por las oficinas se encontraron en sus narices a un enorme grafiti que tapaba sus ventanas con sólo 6 letras: RISE UP.

 

Así como se entiende, el proceso de cambio de la institución pública de arte había iniciado su camino a partir de la desobediencia. Primero cuestionando al grupo local, después a los comisarios, y ahora a la misma dirección del Kunstwerke: el brazo representativo del estado alemán en la séptima Bienal de Berlín.

 

Aquella mañana un nervioso Artur Żmijewski me pidió mediar con los miembros de la comisión de gráficos de Barcelona que habían hecho el graffiti. Nos sentamos en el patio del Kunstwerke y comenzamos a dialogar. Żmijewski se mostraba preocupado porque desde la dirección de la institución le habían transmitido una gran preocupación por aquel acto de desobediencia, pero Żmijewski no quiso que su primera pregunta fuera esa, en su lugar preguntó a los grafiteros si consideraban justo haber intervenido una obra de otro autor. Los grafiteros le respondieron diciendo que aquella intervención se trataba de su obra, le preguntaron a Żmijewski si podía comprender el sentido de su trabajo. Entonces Żmijewski contestó que sería probable que la repintura no entrara en el seguro contratado por la Bienal, y que en este caso tendría que poner presupuesto de la institución pública para repintarla. En un movimiento magistral de los grafiteros dijeron que ellos podían pasar de la brocha fina a la brocha gorda, podían hacerse cargo de repintar las paredes salpicadas del grafitti a cambio de un presupuesto menor al que cobraría la aseguradora. Si esta última propuesta no sintetiza la relación de poder en el mundo del arte contemporáneo actual yo no estaría pormenorizando los detalles de esta conversación. Más allá del acuerdo que llegaron aquella mañana el comisario y los grafiteros (y que nunca se llegó a cristalizar), estaba claro que se había asentado un ejemplo de transformación de institución pública de arte, en este caso, a través de la figura de su comisario, quien a partir de ese instante encontró un motivo más para ponerse del lado del cambio. Un primer paso necesario para responder a su cuestionamiento inicial de si el arte puede cambiar la política.
 
 

Proceso de horizontalidad

 

Occupy Museums llegó a la Bienal de Berlín unos días después de estos incidentes. Venía con un grupo numeroso en comparación con las otras delegaciones que estábamos en la Bienal. Habían estado trabajando sobre las instituciones públicas de arte en Nueva York. Este bagaje había sido considerado de interés por la comisaria Joanna Warsza, adjunta de Żmijewski. Traían los deberes hechos desde casa. Su objetivo era principalmente construir una red de acción transnacional en el campo del arte, aunque les parecía un tanto extraño el hecho de convivir en medio de una exposición. Su plan estaba compuesto por 3 puntos básicos: en primer lugar querían explorar las relaciones de poder entre los comisarios y la institución pública. En segundo lugar, y muy en la línea de los movimientos occupy, se conjuraron para ignorar la exposición, organizando acciones contra objetivos concretos de Berlín (bancos y museos principalmente). Y por último, les motivaba crear una una especie de caballo de Troya que infectara al colectivo del mundo del arte, con el espíritu de implementar un estilo de democracia directa. Como ellos mismos definieron «cambiar la finalidad de la Bienal, esto es, lo que hemos entendido como un propagador de la normalidad política neoliberal en un lugar útil para nuestro movimiento.»

 

Después de algunas acciones preliminares que hicieron las veces de talleres para fusionar las ideas de Occupy Museums junto a los activistas de España, Alemania y Rusia que ya estábamos allí, se redactó colectivamente un comunicado llamado «Usted no puede comisariar un movimiento.» El texto exhortaba a los comisarios a ceder su cargo a la asamblea, esto es, que en adelante «todas las decisiones serán tomadas por la asamblea, que incluye y abarca a los ex comisarios, directores, trabajadores y toda la comunidad del Kunstwerke.» En el documento también se propuso que «todas las decisiones relativas a la financiación del Gobierno alemán debían detallarse con total transparencia,» y cuando se mencionó todas, esto incluía desde el principio de la Bienal hasta el final. «por lo tanto, se proponía llevar a la Bienal a la lógica de un movimiento,» en lugar de que simplemente estuviera compuesta por una zona específica para el activismo, otra para los artistas invitados y otra para la institución.

 

Generalmente, una propuesta de este tipo suele encontrar el silencio como respuesta, o se vierte a través de un proceso burocrático para ralentizar una respuesta hasta la inexistencia. El hecho de que los comisarios aceptaran continuar con el proceso de horizontalización de la Bienal, en vez de proteger a la institución, dio continuidad a un camino iniciado a través de la desobediencia y, por otro lado, abrió la posibilidad de construir un experimento que podría pasar a la Historia.

 

Una vez aceptada, la propuesta se llevó a una asamblea general formada por todos los que convivíamos en el Kunstwerke: desde la directora a los trabajadores de limpieza, pasando por todos los miembros del personal, los guardias, algunos artistas, los comisarios y los activistas. Aquella práctica de democracia directa con personas que la ejercían por primera vez fue un hecho histórico. La mayor diferencia que noté entre las asambleas previas con occupy Berlin y esta, era que aquí se estaba rompiendo una jerarquía. Los turnos de palabra eran cortos y en algunos momentos condescendientes con los órganos de poder de la institución. La mayor experiencia de los activistas en este tipo de reuniones intentó que se rompiese la verticalidad con la que los trabajadores del Kunstwerke entendían aquel ejercicio de democracia. Con un número de intervenciones relativamente bajo, el grueso de la asamblea consensuó aceptar la propuesta de horizontalización de la Bienal, algunos trabajadores miraban de soslayo a la directora mientras alzaban tímidamente la mano.

 

El siguiente paso fue formar diferentes grupos de trabajo entre trabajadores de la Kunstwerke, artistas y activistas. Estos grupos de trabajo abrieron a la participación el funcionamiento de la institución pública. Unos grupos funcionaron mejor que otros, en concreto, los grupos donde había tareas administrativas eran más opacos que aquellos donde la actividad compartida suponía un alivio en la carga de trabajo. Así todo, de esta experiencia se consiguieron algunos logros, por ejemplo, pasar de la indignación a la acción y de la protesta a la propuesta. Fruto de este nuevo paso redactamos una guía denominada “Cómo construir horizontalidad.” Un documento alimentado por las diferentes experiencias en los movimientos sociales que emergieron en el 2011 y que enumera de una manera sencilla como trabajar en equipo sin morir en el intento. A estas primeras dinámicas de colectivización le siguieron otras tantas asambleas generales. Llegados a este punto la asamblea empezaba a tener un sentido más apropiado en la medida en que en este espacio desembocaban los resultados de esta transformación. Sin embargo, el personal de la Kuntswerke alegaba falta de tiempo para poder asistir tanto a las asambleas como a ciertos grupos de trabajo. Se intentó que los horarios de las reuniones se ajustaran lo mejor posible a las actividades que cada quien tenía que desarrollar en la Bienal.

 

Debía ser la tercera asamblea general de aquel experimento cuando una de las intervenciones de una trabajadora de sala dio una vuelta de tuerca al proceso de horizontalización de la institución pública alemana, la trabajadora de sala comentó que su salario, unos €6,50 hora, no revertían beneficio alguno en su trabajo debido a la rigidez del horario, precio de transporte… etc. Con su voz se levantaron otras miradas. La mayoría en torno al tesorero y la directora. Tras una intensa sesión donde los activistas trataron de mediar entre la problemática surgida y las posibles soluciones, la dirección del Kunstwerke aceptó incorporar un aumento del 30% en el salario de los trabajadores de sala para la siguiente Bienal. Esto se traducía en cobrar €8,50 por hora en lugar de los €6,50 que se cobraba.
 
 

Conclusión

 

Aquel sutil cambio en el poder dentro de la Bienal se produjo simplemente a través de este acto de congregarse y proponer nuevas formas de participación entre comisarios, artistas, activistas y los trabajadores del museo. Una pequeña victoria que señaló el hecho de que la Bienal se había convertido en un evento politizado. Visto desde el punto de vista del activismo habíamos recuperado un poco de dignidad a través de un pequeño paso junto al personal de la institución. Sin embargo, el evento estaba tocando a su fin. Y una de nuestras mayores preocupaciones era la continuidad que se le iba a dar a todo aquel experimento. Intuimos que la experiencia de haber conformado grupos de trabajo podría repercutir en un futuro esperanzador. El camino estaba abierto. Los documentos elaborados sobre horizontalidad servían para darle una continuidad al proceso, aunque llegaba el momento en que todos regresábamos a casa y se quedarían solos los trabajadores de la Kunstwerke.

 

Ya desde Barcelona, supe que una parte del personal de la Kunstwerke se retiró después del experimento de horizontalización. Así lo describió el comisario Zmijewski: «La realidad política es brutal, después de esta experiencia, el Kunstwerke regresó a su antigua forma bastante rápida. Sin embargo, algunos de los empleados permanentes de la Kunstwerke decidieron dejar su trabajo. Después de la experiencia que tuvieron durante la Bienal, no fueron capaces de seguir trabajando en las mismas condiciones.»

 

Dentro de la lógica que la temporalidad permitió en la Bienal de Berlín, se puede afirmar que el proceso de horizontalización fue un experimento exitoso. Nacido de la desobediencia, como cualquier reivindicación que se encuadre en el vértice de la resistencia, un pequeño gesto comenzó a cuestionar el papel de la institución pública en el mundo del arte. Además, el grafiti llevaba un mensaje muy visionario: RISE UP. Si a este componente le incluimos el compromiso de un grupo de activistas con propuestas de disidencia como fue el engranaje Occupy Museums con activistas de España, Alemania y Rusia, se puede afirmar que aquella segunda etapa representó la continuidad perfecta a la desobediencia, en pocas palabras, se trabajó de la protesta a la propuesta. Se mostró que era necesario un poco de apoyo desde la institución para lograr pasar de una idea alternativa a la puesta en práctica de manera incidente, esto es, impactar las estructuras de poder. En primer lugar lo conseguimos a través de las dinámicas grupales de trabajo y el aumento de sueldo para los trabajadores de sala, a posteriori, el cese laboral de algunos trabajadores permanentes de la Bienal reforzó nuestro cuestionamiento sobre el modus operandi de las instituciones públicas de arte. Nos hubiera gustado que este experimento hubiese significado el inicio de un proceso empoderador donde institución pública y público trabajasen de la mano para alcanzar objetivos comunes. ¿Será una cuestión de tiempo? ¿Voluntad institucional? Ambas, probablemente.

 

Dado que este proceso no se concibió dentro de los códigos del mundo del arte donde el trabajo cristaliza en exposiciones con marcos estéticos o conceptuales, la experiencia democratizadora nos demostró que los procesos políticos dentro de las instituciones de arte son teóricamente imposibles, sin embargo, la democracia directa y la ocupación interior no dependen de la gran visibilidad que puede proporcionar una de las exposiciones de arte más importantes de Europa como se dice de la Bienal de Berlín, tal vez el éxito de aquel experimento también se produjo a espaldas de la visibilidad que proporciona actualmente el mundo del arte. ¿Y si fuera este el zoológico del que tanto nos hablaban?
 
 

Héctor Huerga

Barcelona, febrero de 2016

 

 
 

BIBLIOGRAFÍA

 

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